Conocí las ganas de futuro, la idea asentada, el quemar el presente, su estela. El espejismo apasionante de formar parte de ello.
Conocí la herida que deja una ráfaga de vida a su paso. Lo que pudo ser y no fue, lo que debería haber sido, el morado tras un golpe de felicidad.
El miedo a romper la belleza, a tocar a una mariposa y dejarla sin vuelo, a ser verdugo de la inocencia, de la conciencia o de la fe.
El sonido de esa puerta, un par de tramos de escalera y una parada en el coche, porque los escombros que dejaba a su paso el final de mi vida no me dejaban ver.
El color de las paredes de un edificio sin alma que arrancaba la mía.
Desde entonces, mi piel es de un blanco roto, de un crema gris. Y mis ojos de un marrón pesado que arrastra párpado y fe.
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